
La sirena de las almas
Por Ricardo Solís
El célebre narrador francés Gustave Flaubert, en una de sus cartas, aconsejaba a una no menos conocida interlocutora: “ten cuidado con tus sueños: son la sirena de las almas. Ella canta. Nos llama. La seguimos y jamás retornamos”; eso recordé mientras leía la novela de Alejandro Ancira Espino, Alejandra y el espejo del infinito (Typotaller, 2021), una historia donde el sueño –o algo muy semejante a lo que solemos llamar sueño– es el espacio donde se dirimen y resuelven conflictos clave para los personajes fundamentales en esta historia.
Primero que nada: se trata de una novela y, como tal, narra una historia, pero mediante dos tesituras, una que corresponde al interior de la protagonista –Alejandra–, quien paso a paso se nos descubre en una crisis profunda, y otra que tiene que ver con el entorno (o plano de realidad) en el que “existe”, por decirlo de alguna manera, y habrán de acosarla los hechos que se desencadenan a partir del descubrimiento de un antiguo manuscrito y un recipiente con algo que parece aceite. Y bueno, dejo ahí esos detalles porque, aunque será complicado, la idea es no adelantar nada de esas cosas que acontecen a la joven artista (es pintora) que, en su primer día de trabajo, comienza a desentrañar los misterios de un rompecabezas con el que no sabía que estaba involucrada.
Importante: no develar de manera excesiva detalles de esta aventura. Sí, aventura; una donde existe acción, teorías conspirativas, un pasado que acosa a la protagonista y del cual sabíamos muy poco, crímenes de una saña inesperada, persecuciones, disparos, heridas y sorpresas, muchas de ellas, giros insospechados de la trama que ponen en entredicho, una y otra vez, lo que podría ser la pregunta elemental –y fundamental– de los personajes: “¿quién soy?”.
Intento ser general, en cuanto a lo narrado, porque no se trata de contar de nuevo lo que pasa, antes bien, prefiero ahondar en cómo percibo que el autor se ha acercado a relatarnos los contratiempos por los que Alejandra atraviesa para ir dilucidando los enigmas de su vida, desde el origen confuso para su situación de orfandad hasta las señales cruzadas que siembran de desconfianza y temor los pasos que la encaminan rumbo a los peligros que se van acumulando en su camino (y eso sin dejar de lado lo que la propia protagonista llega a describir como “un vacío” que le acompaña desde pequeña y que, precisamente, es algo que en el territorio de los sueños habrá de encontrar su resolución).
Con todo, esa forma de “sueño” no es la convencional, antes parecería un espacio en el que “intervienen” diferentes aspectos o formas de nuestra personalidad que se manifiestan como “seres” pero, también, presencias que bien podrían representar la intromisión de un elemento externo en lo que, habitualmente, es el territorio autónomo de los sueños (vale decir que, como ejercicio imaginativo, la estrategia es tan antigua como los relatos ancestrales que terminaron compilados en Las mil y una noches).
Y es aquí a donde quería llegar, a lo que representa el ejercicio imaginativo más útil y antiguo que puedo recordar (y que es la cuna de toda literatura): narrar al amparo de nuestra irremediable libertad para usar la imaginación, “la loca de la casa” que enunciaron los autores del Siglo de Oro español y que nos ha permitido idear, crear, ordenar y reordenar lo que somos capaces de proyectar como posible, probable o contingente, hacer de nuestra memoria el cajón de sastre de donde surgen los fragmentos que construyen algo que antes no estuvo ahí, que no existía como tal o sencillamente asume una forma que distrae nuestros recuerdos o los induce al error (y no hay que asombrarnos o extrañarnos, una de las más ancestrales formas de argumentación es y ha sido la utilización de parábolas que, ante todo, son historias).
Pero ojo: es una historia, esta, donde la reflexión encuentra su cabida, una forma de ahondamiento en la experiencia personal de los personajes (que sencillamente puede proyectarse en los lectores, claro) que, en el sueño, una vez que han entrado en contacto con un elemento que no revelaré (para no adelantar eventos de la historia), pueden dialogar consigo mismos en otro tiempo, con otros que son a la vez un reflejo diferenciado de lo que podemos llegar a ser; después de todo, para citar solamente un ejemplo, el personaje de César, en el final de la novela, transita por esta experiencia y, me parece, algo de lo que le refiere quien conversa con él funciona a manera de resumen: “la intención es que descubras qué te hizo falta y a partir de ahí asumas tu responsabilidad, y en la medida de tus posibilidades desarrolles tus recursos y aprendas, poco a poco, a satisfacer tus carencias”. En esa sentencia está parte de la clave para asumir nuestra existencia y conocimiento de nosotros mismos, para –como también se apunta en el libro– “recuperar nuestra integridad y humanidad”.
Pero, ante todo, no debemos pasar por alto que esto es algo a lo que llegamos pero no sin transitar por un universo donde el arte puede ser una vía de expresión auténtica para quien lo asume como forma de vida y, también, como aventura de acción en la que no faltan misterios relacionados con historias del pasado remoto que incitan, en el presente, la indagación de una empresa de laboratorios acerca de “la vida después de la muerte”, pesquisa sin escrúpulos, sin reparar en el crimen para lograr su cometido.
Finalmente, me detengo para decir solamente que, sí, se trata de una novela, una donde el autor ejercita (como debe) su imaginación y hace que sigamos los acontecimientos a través de la percepción de Alejandra (cuyo sorpresivo final no relataré), una mirada que va de la pesadumbre a la revelación, pasando por situaciones complicadas y emocionantes. Y no he revelado la trama porque, creo, esa aventura en específico la disfrutará cada lector que se involucre con esta historia que, por si fuera poco, constituye además una invitación a “pasar de manera lenta y gradual de una vida de imposiciones a una existencia de opciones”. Lea y descúbralo.